Los especialistas debaten sobre los desafíos que plantea la disponibilidad y el acceso a miles de millones de sitios y contenidos que circulan en Internet.
Jonathan Haber se especializó en filosofía en la Universidad de Harvard. Y Yale. Y Stanford. Exploró La crítica de la razón pura, de Kant, con un tutor de Oxford y los pensamientos de Kierkegaard sobre Subjetividad, ironía y la crisis de la modernidad con un experto de la Universidad de Copenhague.
En su afán de satisfacer todos los requisitos estándar de una licenciatura en un solo año, el hombre de 52 años, de Lexington, Massachusetts, también hizo cursos sobre derecho consuetudinario inglés, las obras finales de Shakespeare y la ciencia de la cocina, que coincidía con el diploma en química que obtuvo de la universidad Wesleyan, en 1985.
Esta es la parte brillante: Haber no gastó ni un centavo en la matrícula o en las cuotas. En cambio, él aprovechó la gran variedad de cursos gratuitos ofrecidos por las universidades más prestigiosas. Haber documentó el proyecto en su sitio web, degreeoffreedom.org, y en su nuevo libro explora el fenómeno más amplio de los cursos en línea masivos y abiertos (Massive Open Online Course o MOOC, por su sigla en idioma inglés). Él no obtuvo un título (quizás el conocimiento sea gratis pero el diploma sale muy caro), pero igual quedó satisfecho.
«No me llamaría un filósofo«, dijo, «pero he aprendido tanto como la mayoría de estudiantes universitarios«.
El proyecto de Haber encarna un milagro moderno: la facilidad con la que cualquiera puede aprender casi cualquier cosa. Nuestros antepasados construyeron la imponente biblioteca de Alejandría para reunir todo el conocimiento del mundo, pero hoy en día, los smartphones convierten a cada palma en un palacio de conocimiento.
Y sin embargo, incluso cuando el Santo Grial (la adquisición del conocimiento completo) parece estar muy cerca, casi nadie habla sobre el resurgimiento del hombre o la mujer del Renacimiento. La etiqueta de genio puede ser aplicada con temerario abandono, incluso a los chefs, jugadores de básquet y peluqueros, pero los verdaderos eruditos, como Leonardo da Vinci y Benjamin Franklin, parecen míticas figuras de antaño.
No hacen genios como antes.
Tal vez necesitamos otro Franklin para explicar por qué. Gracias a la potencia de la tecnología y la fuerza bruta de la demografía, el mundo moderno debería estar lleno de personas con amplios logros. En la época de Franklin, la población mundial era de aproximadamente 800 millones; hoy es de 7 mil millones de personas, muchas de las cuales disfrutan de las bendiciones necesarias para la actividad intelectual, una buena nutrición y acceso a la educación. De hecho, el investigador James R. Flynn descubrió que las puntuaciones vinculadas con el cociente intelectual han aumentado en todo el mundo durante décadas. Conocido como el «efecto Flynn», es especialmente pronunciado en las naciones desarrolladas como Estados Unidos, donde las puntuaciones promedio aumentaron tres puntos por cada década desde los inicios de 1900.
Sin embargo, es mucho más fácil sentirse como Sísifo que como Leonardo en la actualidad, porque una cosa que ha crecido más rápidamente que las puntuaciones del coeficiente intelectual es la cantidad de información que el cerebro debe procesar. Google estimó en 2010 que había 300 exabytes (o sea 300 seguido de 18 ceros) de información creados en el mundo y que, cada dos días, se crea más información que la que había existido en el mundo entero desde los albores del tiempo hasta el año 2003.
Sin duda esos números han aumentado considerablemente desde entonces. Pero, ¿realmente importa? Como la observación de los físicos respecto de que el universo tiene un diámetro de 92 billones de años luz, estos números son tan grandes que desafían la comprensión humana; son verdades sin sentido para casi todo el mundo que no se llame Stephen Hawking. En cuanto al tema de la información agregada, nos dejamos de sorprender hace mucho tiempo.
Por supuesto, no toda la información es igual. Esos exabytes no incluyen unas cuantas grandes novelas, películas desgarradoras y los descubrimientos científicos innovadores. La mayoría son restos que flotan en el mar: blogs insípidos y mensajes de texto, videos de YouTube de gatos mimosos y actos pornográficos, ignorancia que pretende ser conocimiento.
«Estamos sobrecargados con basura«, dijo Daniel Levitin, un profesor de psicología y neurociencias del comportamiento de la Universidad McGill, cuyos libros incluyen «La mente organizada». «Se está volviendo más y más difícil separar el trigo de la paja digital. El problema con Internet es que cualquiera puede publicar, así que es difícil saber si estás leyendo un hecho o pseudohecho, ciencia o pseudociencia».
Ese problema parece ser esencialmente moderno; Alvin Toffler no popularizó el término «sobrecarga de información» hasta el año 1970. Pero en el ámbito relativo de la experiencia humana, es tan constante y seguro como la muerte y los impuestos. Por lo menos desde el apogeo de las antiguas Grecia y Roma, cada generación ha afrontado la lucha abrumadora de buscar, tamizar y ordenar la cada vez mayor pila de información para hacer que estos conocimientos sean útiles. «Papiros, impresión o petabytes; la historia de sentirse abrumado por la información siempre parece ir más lejos que la última tecnología«, dijo Seth Rudy, un profesor de literatura inglesa en la Universidad de Rhodes, quien explora este fenómeno en su nuevo libro: Literatura y enciclopedismo en la Gran Bretaña de la iluminación: La búsqueda del conocimiento. «El sentido de que hay mucho por conocer se ha percibido durante cientos, incluso miles de años».
En respuesta, las figuras de erudición y gustos expertos (como el romano Gayo Petronio Arbitro, cuyo gusto impecable hizo de su nombre un sinónimo de discernimiento, y el crítico del siglo XIX Matthew Arnold, quien definió la cultura como «la mejor que haya sido pensada y conocida«) han ayudado a separar las escorias del oro.
Buscadores primitivos se desarrollaron en la Edad Media y aún están con nosotros, incluyendo los índices, las concordancias y las tablas de contenido, mientras que el diccionario y el florilegio (una recopilación de citas y extractos de otras escrituras) permitieron que las personas ocupadas probaran un poco de la sabiduría del mundo. Esto sigue siendo un negocio próspero; un argumento de venta del periodismo moderno es que los periodistas y críticos hacen el trabajo (leen el libro, ven la obra, prueban la receta, entrevistan a los expertos) para que nosotros no tengamos que hacerlo.
Las enciclopedias se popularizaron durante la Ilustración. Elocuentemente, Rudy dice que los trabajos más tempranos eran creados por una persona y destinados a sintetizar todo el conocimiento en un cuerpo único, coherente. Pronto, se convirtieron en colecciones de artículos discretos escritos por un equipo de expertos. Hacia el siglo XX, el almacén de conocimiento útil había crecido a una tasa tan alarmante que la posibilidad de dominar una sola área de estudio, como la física, la literatura o el arte (mucho menos convertirse en un hombre del Renacimiento, quien podría hacer contribuciones importantes a diversos campos) se tornó en menos aspiración que ilusión.
El personaje de Julianne Moore capturó esto en la película ganadora del Oscar Siempre Alice, cuando ella bromeó acerca de «la gran tradición académica de saber más y más sobre cada vez menos hasta que lo sabemos todo sobre nada«.
Ese comentario sugiere una respuesta profunda a la explosión de la información que ha transformado el estudio académico y la innovación moderna: el ascenso de la intensa especialización y el trabajo en equipo. «Hace mucho tiempo podías ser biólogo«, dijo Benjamin F. Jones, economista de la Facultad de Administración Kellogg, en la Universidad Northwestern. «Ahora la acumulación de conocimiento es tal que los biólogos, por ejemplo, deben especializarse en una variedad de microdisciplinas como funciones celulares, genética y biología evolutiva«.
«A comienzos del siglo XX«, agregó, «los hermanos Wright inventaron el aeroplano; hoy en día, el diseño del motor de reacción necesita 30 diferentes disciplinas que requieren una amplia gama de equipos especializados«.
Si la era de la información hace que el conocimiento parezca un chaleco de fuerza, dice David Galenson, un profesor de economía en la Universidad de Chicago, a menudo el progreso depende de esos raros individuos que han escapado de sus ataduras. Artistas como Picasso y Bob Dylan, y empresarios como Bill Gates y Steve Jobs, cambiaron al mundo al encontrar «formas radicalmente nuevas de ver viejos problemas«, dijo Galenson. «Cortaron a través de todas las cosas acumuladas, olvidaron lo que se había hecho antes, para ver algo especial, algo nuevo«.
Es por eso, dice Galenson, que el historiador y físico Stanley Goldberg dijo de Einstein: «Era casi como si llevara gafas especiales para convertir todo lo que era irrelevante en invisible«.
Para muchos que no comparten ese tipo de visión, la respuesta a la sobrecarga de información es simple: sólo buscar y olvidar (repetir según sea necesario). Los más ambiciosos del conocimiento, como Jonathan Haber, probablemente encontrarán que la clave para el aprendizaje permanente es un mediador humano, alguien que se ha involucrado en la antigua tarea de la búsqueda y la clasificación del conocimiento.
Hasta que, por supuesto, un Leonardo moderno invente una máquina que puede hacer eso también.